Se cuenta que en una gran ciudad de Europa, vivía un hombre muy avaro, el que un día al salir de su trabajo, perdió una bolsa con quinientos ducados. Tan afligido se sentía, que no perdió ni un segundo en ir y poner un aviso en la entrada de la sinagoga para ofrecer una generosa recompensa al que la hubiese encontrado.
Un hombre, tan pobre como honrado, encontró la bolsa y no dudó en llevársela al avaro. Al recuperar su bolsa, se arrepintió de la recompensa, diciéndole al pobre hombre:
—En la bolsa tenía mil ducados y aquí no hay más que quinientos. ¿Dónde está lo que falta?.
El pobre hombre, que entregó la bolsa sin sacar ni una sola moneda de ella, no pudo probar su inocencia y tuvo que regresar a su casa con las manos vacías. Al saberlo, su esposa, le pidió que fuesen a ver al Rabí.
Dos eran las razones de la visita: la conducta del avaro, ya que no cumplió con la promesa de la recompensa, y peor todavía era, el haber calumniado al pobre hombre.
El Rabí, mientras se pasaba las manos por su larga barba blanca, reflexionaba. Por fin, citó al rico avaro.
—¿Qué cantidad de dinero había en tu bolsa?” —le preguntó.
—Mil ducados.
—¿Y cuánto había en la que te entregó este hombre?
—Sólo había quinientos.
“Entonces, esta bolsa no es la que tú has perdido. Devuélvela a este hombre y espera a que te traigan la tuya.”
Con estas palabras, el Rabí despidió a los querellantes. Y el avaro, con dolor en su alma, tuvo que entregar la bolsa al pobre, pues no se debe ofrecer lo que no estamos dispuestos a cumplir.
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