Una mujer feliz

Mi madre tenía muchos problemas. No dormía y se sentía agotada. Era irritable, gruñona y amargada. Siempre estaba enferma, hasta que un día, de pronto, ella cambió. La situación estaba igual, pero ella era distinta.
Un día, mi padre le dijo:
—Amor, llevo tres meses buscando trabajo y no he encontrado nada. Voy a tomarme unas cervecitas con mis amigos.
Mi madre le contestó:
—Está bien.
Mi hermano le dijo:
—Mamá, voy mal en todas las asignaturas de la Universidad.
Mi madre le contestó:
—Está bien, ya las recuperarás, y si no lo haces, repites el semestre y tú pagas la matrícula.
Mi hermana le dijo:
—Mamá, he chocado con el coche.
—Está bien hija, llévalo al taller, busca cómo pagarlo y mientras lo arreglan, muévete en autobús o en metro.
Su nuera le dijo:
—Suegra, vengo a pasar unos meses con vosotros.
Mi madre le contestó:
—Está bien, acomódate en el sofá del salón y busca unas sábanas en el armario.

Todos en casa nos reunimos, preocupados al ver estas reacciones.  Sospechábamos que hubiese ido al médico y que le recetara unas pastillas de “me importa un comino de 1.000 mg”. Seguramente también estaría ingiriendo una sobredosis.

Propusimos hacerle una “intervención” a mi madre para alejarla de cualquiera posible adicción que tuviera hacia algún medicamento anti-berrinches. Pero cuál fue la sorpresa, cuando todos nos reunimos en torno a ella y mi madre nos explicó:

—Me ha tomado mucho tiempo darme cuenta de que cada quien es responsable de su vida. Me ha tomado muchos años para descubrir que mi angustia, mi mortificación, mi depresión, mi coraje, mi insomnio y mi estrés no resolvían vuestros problemas sino que agravaban los míos.

Yo no soy responsable de las acciones de los demás, pero sí soy responsable de las reacciones que yo no exprese ante eso. Por lo tanto, llegué a la conclusión de que mi deber para conmigo misma es mantener la calma y dejar que cada quien resuelva lo que le corresponde.

He hecho cursos de yoga, de meditación, de milagros, de desarrollo humano, de higiene mental, de vibración y de programación neurolingüística y, en todos ellos, encontré un común denominador: finalmente todos conducen al mismo punto.

Y es que solo puedo tener injerencia sobre mí misma. Vosotros tenéis todos los recursos necesarios para resolver vuestras propias vidas.

Yo solo podré darles mi consejo si me lo pedís, y de vosotros depende seguirlo o no. Así que, de ahora en adelante, yo dejo de ser: el receptáculo de vuestras responsabilidades, el costal de vuestras culpas, la lavandera de vuestros remordimientos, la abogada de vuestros errores, el muro de vuestros lamentos, la depositaria de vuestros deberes, quien resuelve vuestros problemas o su rueda de repuesto para cumplir vuestras responsabilidades.

A partir de ahora, los declaro a todos adultos independientes y autosuficientes.
Todos en mi casa se quedaron mudos.

Desde ese día, la familia comenzó a funcionar mejor, porque todos en la casa saben exactamente lo que les corresponde hacer.

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